martes, 17 de abril de 2012

Místico de la tierra

El hombre bajó a la cueva y se deshizo de su ropa
de vagabundo, quedando desnudo excepto
por el estigma de sus años en la barba gris y larga
y el brillo de sus muchas vidas prendiendo en esos ojos
que tanto habían visto, soñado, sufrido y caminado.
Su cuerpo se arrastraba por el túnel, estrecho y húmedo,
cálida la tierra en su útero acogía su retorno,
en una cueva suave, redonda, resplandeciente
con esa luz misteriosa que emana en el ambiente.
El hombre ama la tierra, acaricia el suelo y las paredes
con sus manos, su faz arrugada roza estalactitas
de gotas incontables de amor incondicional;
besa con abandono, humedece sus dedos en el barro,
se da por completo a todo.
La cueva es su hogar y su cuerpo y él
se pierde en su tiniebla luminosa y cálida,
ambos uno en su mutuo acariciar,
en su desnudez compartida, tierra y hombre unidad amorosa,
que nadie comprendería fuera de su acto de entrega,
ni tampoco lo espera. Tan solo espera morir
en la plenitud prenatal del útero telúrico
que lo acoge como a hijo, como a amante,
como a parte de su cuerpo y de su vida.

Un miedo repentino le asaltó, que olvidado de sí mismo
en los brazos del arrullo de la tierra,
el acceso se obstruyera,
dejándole atrapado en una muerte cierta y enterrada,
y el olvido repentino de su compromiso
le atrajo afuera, donde un hijo de otra vida le esperaba.
Lo lleva de vuelta al pueblo, reprochándole su vida miserable,
su ir y venir a cuevas y arroyos,
su aspecto de loco vagabundo,
su marcha incomprendida por senderos transitados
por aquellos desechados por el buen sentido de la gente.
Setenta y ocho años cuentan sus arrugas pero el otro insiste
que trabaje, que sea padre y haga algo de provecho con sus días.
El hombre sólo añora la caricia de la tierra,
que en su seno lo comprende y lo valora como madre,
impersonal y universal como ninguna madre en su mudo darse.

Encerrado en su cuarto, pequeño y estrecho,
se niega a salir al mundo de los hombres,
demasiado atentos a sí mismos, egoístas, cerrados
a los secretos del barro, el alma y la soledad,
siempre pidiendo por sí mismos,
hijos de su carne que no comprenden los desvaríos de su padre.
Enfadado con el mundo, encerrado en la estrechez segura de sus muros,
se niega a salir a hablar con su hijo exasperado.
Pero hay otro, menor que aquel, que echa de menos al desconocido
que engendró su vida en los días previos
a su búsqueda enigmática, su marcha
por los ríos y abajo a las estancias que aguardan bajo tierra.
Llamó a su puerta y habló:

"Padre, te pido que me escuches.
Has de saber que yo te comprendo,
no quiero cambiarte como mi hermano decía,
ni que dejes de ir adonde nadie se aventura,
no espero que seas un hombre normal, convencional,
ni que calles tus palabras extrañas, tus canciones de viajes soñados.
Te quiero tal como eres,
hombre misterioso de larga barba gris y ropa zurcida de sueños,
conocedor irritante para la gente de historias y secretos
que nadie más sabe ni desea descubrir
en este mundo olvidadizo que sólo atiende a sus deseos,
a sus ansias de crecer y devorar
los frutos de la tierra que tú amas, a quien escuchas y hablas.
Olvidados de la vida, dormidos en su insolencia,
caminan como ciegos tropezando con su propia desdicha,
que fabrican en masa para no tener que abandonar
la vida miserable y sin sentido
que se han construido.
Sal, padre.
Ven conmigo y deja que te escuche,
que te abrace y te pregunte
por qué el arco iris nos saluda,
de dónde procede el calor del fuego,
la savia de las plantas y el fulgor de los relámpagos del cielo.
Iremos a los ríos y tú me contarás
de los rumores de las aguas turbulentas
que traen desde las cumbres
y arrojan allá donde los mares las acogen.
¿Vendrás conmigo, padre?
¿Compartes con tu hijo que te quiere
tu mística de tierra, piedra, sal y corazón?"

El hombre en la oscuridad lloraba y dijo:
"A mí también me gustaría, hijo".
Y en su voz agradecida, emocionada
por verse conocido por una voz humana,
decía mucho más y prometía
salir de su retiro
y darle a su pequeño los frutos de su vida,
los límpidos cristales de su carne.

El niño se vuelve a la ventana y mira.
Un gran incendio en el bosque. Se asusta y da la vuelta;
la anciana, sentada, asiente inexpresiva.
Mira de nuevo, el fuego se ha extinguido.
La lluvia debió de sofocarlo.
Qué alivio. Da gracias
al cielo y a la tierra y espera,
paciente y confiado,
que un hombre desechado, de vida solitaria y apartada,
le dé la mano y le susurre
secretos o que calle, camine y salga al mundo
y esté, ahora que la lluvia limpia y sana
y el verde de la tierra resplandece y calmo espera,
sin esperar nada.

(Abril de 2012.)

4 comentarios:

  1. enhorabuena por tu blog.

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  2. Ay Toni, accidentalmente he borrado tu comentario. Lo recupero del correo aquí:

    "Bastante, bastante bueno, yo no me hubiera atrevido (ya conoces mis prejuicios, creo) pero bastante bueno a mi parecer. Tus versos son versos, lo que no es decir una perogrullada en estos tiempos de renglones cualesquiera. A alguno que otro, particularmente, yo lo hubiera entendido como dos versos en lugar de uno, pero al fin y al cabo eso es una cuestión física. Un saludo, Dani." (Antonio Martínez Jover)

    Muchas gracias Toni, me alegro de que guste. Tu apreciación es un honor, y más teniendo en cuenta tus preferencias. ¡Un abrazo!

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  3. Las funciones de Blogger las carga el Diablo :-)

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