jueves, 12 de abril de 2012

El soñador (II)

[viene de aquí]

Lo que vais a oír ocurrió tal como lo cuento. No tengo por costumbre inventar historias, ni tampoco adornar con artificios la verdad, que es, al cabo, lo mismo que mentir. Mi audiencia está, por tanto, avisada.

Que no os engañe mi pequeño tamaño, pues suelo andar de escudero de mi señor, uno de los más grandes caballeros al servicio de nuestro buen libertador y rey, que tanto bien nos ha procurado. Estaba un día, pues, entre la compañía de tan altos caballeros, sentado en un claro del bosque no lejos de nuestro campamento, disfrutando del agradable calor del sol en la cara mientras ellos platicaban acerca de la guerra y del viaje que nos había llevado hasta allí. Fue entonces cuando ocurrió el hecho extraño que he de narraros. El primero en ver al recién llegado fue mi señor, que al punto exclamó:

–¡Mi rey, mirad allí! Un hombre sale de entre la espesura, y por cierto que su aspecto es el de un guerrero y no de los de bajo linaje.

–Es verdad –respondió el rey–. Mas se acerca con los brazos abiertos en señal de paz, y no lleva espada, ni veo en sus ojos el fuego del rencor o de la ira. Observemos y juzguemos, pues aquí llega.

En efecto, el extraño se acercaba despacio, desarmado y sin señal alguna de hostilidad, a pesar de ser a todas luces un guerrero curtido en muchas batallas, de anchas espaldas y brazos poderosos. Su voz, en cambio, era suave y cultivada. Dijo:

–Os saludo en paz, rey.

–Tenéis la paz ganada por tan corteses gestos y palabras, mi señor. Por el atuendo que lleváis y el porte de vuestro caminar veo que sois de alta cuna. ¿Acaso venís a uniros a nuestra rebelión?

–Ha pasado ya mucho tiempo para considerar esta guerra una rebelión, ¿no creéis? A vos os llaman rey, y grandes son los ejércitos que se enfrentan en esta vasta tierra, numerosos los hombres que os siguen, así como los que os odian.

–¿Mucho tiempo, decís? –El rey, lejos de sentirse contrariado, parecía divertido–. Luchamos por la paz y la justicia que los antiguos dominadores de esta tierra negaron a nuestras gentes. Poco tiempo me parece a mí el invertido en esta lucha.

–Precisamente de ello quería hablaros, rey. Con franqueza. Ha llegado la hora de abandonarla.

–¿Dejar la lucha? ¿Rendirnos a nuestros enemigos? ¿Sois acaso un mensajero? Por los dioses, reconozco ahora vuestro rostro, sois uno de sus comandantes. ¿Venís para imponer condiciones con arrogancia, o en busca de una tregua? ¿O acaso habéis desertado para uniros a nuestra causa? ¿A eso habéis venido?

–No, sino para que abandonéis el guerrear.

–Y ¿cómo se explica esta petición tan inusual en un enemigo? ¿Ya desistís? ¿Bajo qué condiciones? –El rey, que no cabía en sí de asombro, permaneció un momento callado, y luego preguntó:– ¿Tanto tiempo llevamos en guerra?

–Más de trescientos años.

Ante aquella respuesta, nuestro señor se quedó primero mudo de asombro. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una mirada extraviada, como si de pronto recordara alguna cosa largo tiempo olvidada.

–No puede ser. ¿Trescientos años?

De pronto, se echó a reír. Su risa, franca y alegre como la de los héroes, se prolongó largo rato. El extraño sonreía, calmado, mientras mi señor y los demás caballeros lanzaban miradas nerviosas a ambos. En este punto, creáis mis palabras o no, sucedió que el extraño dejó de tener figura de hombre ante nuestros ojos, transformándose de pronto en un enorme tigre blanco rayado de negro, terrible de aspecto. Todavía mayor será vuestro asombro cuando oigáis lo que ocurrió después. Nuestro rey no se asustó ni echó mano de la espada. Muy al contrario, siguió riendo despreocupadamente. Entonces, por si mis ojos no hubieran visto ya suficientes hechos increíbles, el tigre saltó contra el rey y lo derribó, pero no lo lastimaba sino que, a la guisa de un gatito doméstico, jugaba con él en el suelo, mordisqueándole el brazo sin hacerle ni un rasguño.

–¡Qué extraño espectáculo! –exclamé–. Un tigre que juega con un hombre. –Tal era el aturdimiento en que me encontraba, que no atiné a decir otra cosa. Del mismo modo, los nobles caballeros presentes miraban sin dar crédito a sus ojos, mientras hombre y bestia retozaban como niño y cachorro en la hierba, entre risas.

Me creeréis si os digo que tuve que preguntarme si estaba soñando. Desde aquel día, a decir verdad, me lo pregunto a menudo.

2 comentarios:

  1. Qué bueno. Un bello romance castellano el de ese diálogo, vive Dios :-)

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  2. Sed bienvenido a esta cueva, y gracias por vuestras amables palabras :)

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